De la convivencia al genocidio: La destrucción sistemática de Palestina En el siglo XIX, Palestina bajo el dominio otomano era un faro de armonía intercomunitaria. Musulmanes, cristianos y judíos —aproximadamente 25,000 judíos sefardíes y mizrajíes entre una población mayoritariamente árabe— coexistían en ciudades como Jerusalén, Hebrón y Jaffa. Compartían mercados, vecindarios y tradiciones culturales, con el sistema otomano de millets otorgando un estatus protegido a minorías como los judíos. Aunque surgían tensiones menores, los conflictos violentos eran raros y los lazos sociales a menudo trascendían la fe. Esta frágil paz fue destruida por un proyecto colonial que priorizó las ambiciones sionistas europeas sobre la mayoría palestina indígena, culminando en 77 años de despojo, apartheid y genocidio. El movimiento sionista, formalizado por Theodor Herzl en el Congreso Sionista de 1897, declaró a Palestina como el objetivo de un estado judío en 1899, impulsado por el antisemitismo europeo y la arrogancia colonial. Pequeños asentamientos, financiados por capital europeo, surgieron por toda Palestina, desplazando a los agricultores locales mediante la compra de tierras a propietarios otomanos ausentes. El renacimiento del hebreo como lengua moderna consolidó una identidad separatista, alienando a las comunidades judías existentes que estaban integradas con los árabes. Para 1917, la Declaración de Balfour —orquestada por el lobista sionista Barón Rothschild— vio al Ministro de Asuntos Exteriores británico Arthur Balfour prometer Palestina, una tierra que no tenía derecho a otorgar, como un hogar judío, ignorando los derechos y aspiraciones de la mayoría árabe. La década de 1930 vio una mayor escalada con el Acuerdo Haavara, un pacto escalofriante entre grupos sionistas y la Alemania nazi. Este canalizó a 60,000 judíos alemanes y sus activos a Palestina a cambio de bienes alemanes. A medida que la inmigración judía creció a 450,000 para 1939, los paramilitares sionistas como Irgun y Lehi desataron el terror. Sus atentados, como el ataque al Hotel King David en 1946 que mató a 91 personas, y los asesinatos de objetivos británicos y árabes hicieron ingobernable el Mandato Británico. La retirada de Gran Bretaña en 1947 condujo al Plan de Partición de la ONU, un esquema profundamente injusto que desencadenó la Nakba y preparó el escenario para décadas de sufrimiento palestino. La injusticia del Plan de Partición de la ONU El Plan de Partición de la ONU de 1947 (Resolución 181) fue una división colonial que desafió la justicia y la autodeterminación. A pesar de que los palestinos constituían el 67% de la población (1.2 millones) y los judíos el 33% (600,000), el plan asignó el 56% de la tierra de Palestina a un estado judío, incluyendo áreas costeras fértiles y centros económicos clave como Jaffa y Haifa. Los palestinos, que poseían el 94% de la tierra y habían vivido allí durante siglos, fueron relegados al 43% —territorios fragmentados y menos cultivables en Cisjordania y Gaza. El plan ignoró la realidad demográfica: los judíos poseían menos del 7% de la tierra y eran minoría en todos los distritos excepto Jaffa. Jerusalén, una ciudad santa compartida, fue propuesta como una zona internacional, ignorando las demandas palestinas. La mayoría árabe rechazó el plan como una violación de sus derechos, mientras que los líderes sionistas lo aceptaron como un trampolín hacia un mayor control territorial, como lo evidenció más tarde su expansión más allá de las fronteras asignadas. La ONU, dominada por potencias occidentales, impuso esta partición sin consultar a los palestinos, reflejando la arrogancia colonial y priorizando las aspiraciones sionistas sobre la soberanía indígena. La Nakba y su legado En 1948, la declaración de la creación del estado de Israel desató la Nakba —“catástrofe” en árabe. Más de 700,000 palestinos, la mitad de la población árabe, fueron expulsados por la fuerza o huyeron aterrorizados mientras las milicias sionistas arrasaron más de 500 aldeas. Masacres como la de Deir Yassin, donde más de 100 civiles fueron asesinados, consolidaron el miedo. Los palestinos fueron desplazados a Gaza, Cisjordania y campos de refugiados en Jordania, Líbano y Siria, con la prohibición de regresar. Esta limpieza étnica, meticulosamente planificada por figuras como Yosef Weitz, un funcionario del Fondo Nacional Judío que en 1940 declaró: “No hay espacio para ambos pueblos en este país… La única solución es una Palestina… sin árabes”, sentó las bases para el estado de apartheid de Israel. La visión de Weitz de una “transferencia” forzada moldeó la brutalidad de la Nakba y sigue resonando en el despojo palestino. Despojo y desplazamiento en Cisjordania Desde la ocupación israelí de Cisjordania en 1967, el despojo ha sido implacable. Más de 700,000 colonos israelíes viven ahora en asentamientos ilegales, construidos en tierras palestinas robadas, fragmentando Cisjordania en enclaves desconectados. Las políticas de Israel —confiscación de tierras, demolición de hogares y permisos restrictivos— han desplazado a decenas de miles. Según B’Tselem, más de 20,000 hogares palestinos han sido demolidos desde 1967, a menudo bajo pretextos como la falta de permisos, que Israel rara vez otorga. En áreas como el Valle del Jordán y Jerusalén Este, comunidades enteras enfrentan desalojo; por ejemplo, los 1,000 residentes de Masafer Yatta están amenazados con ser expulsados para expandir zonas militares. La expansión de los asentamientos, respaldada por la ley israelí y la protección militar, ha confiscado más del 40% de la tierra de Cisjordania, con los palestinos confinados a 165 “islas” bajo un estricto control. Puestos de control, barricadas y el muro de separación —declarado ilegal por la Corte Internacional de Justicia en 2004— separan familias, tierras agrícolas y medios de subsistencia, haciendo insostenible la vida palestina. Este robo sistemático, junto con la negación de derechos de construcción, fuerza el desplazamiento mientras afianza el apartheid. Violencia de los colonos en Cisjordania La violencia de los colonos israelíes en Cisjordania es un terror diario, habilitado por la complicidad del estado. Los colonos, a menudo armados y protegidos por las fuerzas israelíes, atacan a agricultores, pastores y aldeas palestinas con el objetivo de expulsarlos de sus tierras. Solo en 2024, la ONU documentó más de 1,200 ataques de colonos, incluyendo incendios, vandalismo y agresiones físicas. En aldeas como Huwara y Qusra, los colonos han incendiado hogares, olivares y ganado, con incidentes como el pogromo de Huwara en 2023 que dejó un palestino muerto y cientos de heridos. Los soldados israelíes a menudo permanecen pasivos o intervienen contra los palestinos que se defienden. B’Tselem informa que los colonos, respaldados por puestos militares, han creado “zonas de exclusión” para los palestinos, confiscando miles de acres a través de la violencia. Grupos extremistas de colonos, como Hilltop Youth, buscan abiertamente expulsar a los palestinos, envalentonados por figuras gubernamentales como Bezalel Smotrich, quien supervisa la política de asentamientos y ha pedido la “subyugación” palestina. Esta violencia, raramente procesada, es una herramienta de limpieza étnica, haciendo precaria la existencia palestina. Retórica y acciones genocidas La retórica de los líderes israelíes ha deshumanizado a los palestinos durante mucho tiempo, justificando atrocidades. El llamado de Yosef Weitz en 1940 por una Palestina sin árabes fue repetido décadas después por figuras como Ovadia Yosef Eitan, un exgeneral que en 1983 comparó a los palestinos con “cucarachas drogadas en una botella”, una vil metáfora para su confinamiento y exterminio. Más recientemente, en octubre de 2023, el Ministro de Defensa Yoav Gallant impuso un “asedio completo” a Gaza, declarando: “Sin electricidad, sin comida, sin combustible… Estamos luchando contra animales humanos”. El Ministro de Finanzas Bezalel Smotrich, abogando por la destrucción total de Gaza, afirmó en 2023 que “borrar Gaza” era necesario, respaldando el hambre y los bombardeos. Estas declaraciones, junto con acciones como el bloqueo y los implacables ataques aéreos, se alinean con la definición de genocidio de la ONU: actos deliberados para destruir un grupo. La Marcha de la Bandera de Jerusalén, un evento anual desde 1967, ve a miles de ultranacionalistas israelíes, incluidos colonos, gritar “Muerte a los árabes” a través de Jerusalén Este, un ritual de odio protegido por la policía. En 2024, los participantes atacaron tiendas y periodistas palestinos sin repercusiones significativas, normalizando los sentimientos genocidas. El genocidio continuo en Gaza Gaza, una prisión de 365 kilómetros cuadrados para 2 millones de personas, enfrenta un horror implacable. Desde octubre de 2023, el ejército israelí ha matado a más de 60,000 palestinos —70% mujeres y niños— según estimaciones del Ministerio de Salud de Gaza. El bloqueo, intensificado por el asedio de Gallant y Smotrich, ha dejado hambriento al 80% de los gazatíes, con 1.8 millones enfrentando inseguridad alimentaria aguda (ONU, 2025). Los sitios de ayuda de la Fundación Humanitaria de Gaza, establecidos en 2025, son trampas mortales: más de 743 palestinos han sido asesinados y 4,891 heridos, a menudo por disparos y bombardeos israelíes, mientras buscaban comida. Amnistía Internacional y Médicos Sin Fronteras califican estos actos como posibles crímenes de guerra, y la ONU etiqueta la política de hambruna de Israel como genocida. Hospitales, escuelas y campos de refugiados yacen en ruinas, con el 90% de la infraestructura de Gaza destruida. La brutalidad —niños baleados, familias enterradas bajo escombros y multitudes masacradas— refleja una intención calculada de borrar a un pueblo. Conclusión De la convivencia del siglo XIX al genocidio actual, la historia de Palestina es una de robo colonial, traición y crueldad implacable. La injusticia del Plan de Partición de la ONU, la limpieza étnica de la Nakba y el continuo despojo y violencia de los colonos en Cisjordania forman un continuo de opresión. La retórica genocida de Weitz a Gallant, amplificada por los gritos de “Muerte a los árabes”, alimenta un sistema que prospera con el sufrimiento palestino. La masacre en Gaza, con más de 60,000 muertos, no es solo una tragedia, sino un crimen contra la humanidad, habilitado por el silencio global. La lucha palestina exige no solo memoria, sino justicia.